Hoy ha comenzado el juicio del procés, una estación importante del desdichado calvario que sufrimos en Catalunya desde hace año y medio. Un punto al que no debimos llegar, y en el que estamos gracias a dos élites políticas: el nacionalismo mesetario de Aznar y sus herederos, inflexible y autoritario, y el nacionalismo mágico de Puigdemont y compañía, insensato y aventurero.
Es, pues, la hora de poner el foco en la vertiente jurídica, y a ella me referiré en las siguientes reflexiones.
El Tribunal Supremo, secundando a la Fiscalía General, se sintió Estado y, en tanto que tal, atacado por la DUI del 27-0 y garante de la legalidad. Algo en principio plausible, si hubiera obrado con mesura y dentro de la más estricta legalidad. Pero su reacción –en mi opinión- fue arbitraria y desproporcionada, en algunos aspectos. Optó por un castigo ejemplar, bíblico, para que los dirigentes indepes no volvieran a las andadas.
De entrada, el Supremo elevó el tiro de la imputación (delito de rebelión) y se declaró competente para una causa que, a priori, correspondía al Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, como aconteció con el proceso que juzgó a Artur Mas por el 9-N. De esta manera se atribuyó, de facto, la competencia de toda la vía penal, desde la instrucción hasta la sentencia definitiva, incluida su ejecución, con el riesgo de abrir una vía hacia Estrasburgo por posible vulneración del derecho al juez natural predeterminado por la ley. Con la misma vara de medir (el delito de rebelión) el Supremo decretó después la prisión provisional incondicional de nueve personas, cuando una medida de ese tipo debe ser excepcional -la norma es la libertad provisional-, máxime cuando todo podría quedar, como luego veremos, en un delito de desobediencia y otro de malversación. Es decir, en su afán de dar un castigo bíblico, nuestro más alto tribunal penal otorgó a la prisión provisional dos de los fines que la ley reserva a la condena: la prevención especial y la prevención general, o sea, el escarmiento de los acusados y de quienes en el futuro los quieran emular. Pero la prisión provisional tuvo un efecto bumerán, no difícil de imaginar, pues fue uno de los dos regalos argumentales que el Estado dio al independentismo (el otro fue el aporreamiento generalizado del 1-0), sin los cuales no estaríamos donde estamos.
De chapeau hay que calificar, sin embargo, la decisión del Supremo de televisar en directo el juicio completo, una decisión tomada a propósito de la petición de las defensas de reservar cinco plazas para observadores internacionales. Coincidimos plenamente con la defensa -viene a decir el tribunal en su auto de 1 de febrero- en la importancia de observadores como elemento fiscalizador del ejercicio democrático de la función jurisdiccional. Y –añade- es por eso que superando restricciones históricas todavía vigentes en la mayoría de los países de nuestro entorno, el juicio se televisará en directo y todo ciudadano podrá convertirse en observador. Una decisión pionera que, en mi opinión, sentará precedente en nuestro país, y dejará en evidencia otros sistemas procesales. Como el alemán, que prohíbe imágenes del juicio y la entrada de móviles en la sala, y continúan con el dibujo a mano del artista de turno. Hay un adagio jurídico que viene a decir: no temo a un juez corrupto, si me hacen un juicio público.
¿Existe delito de rebelión? En mi opinión, no, pues falta el requisito de la violencia exigido por el artículo 472 del Código Penal (de 25 a 30 años de prisión). Y si no se dan todos los requisitos del tipo penal, no puede haber condena. ¿Y de sedición? Pues tampoco, según mi criterio. Al menos en lo que concierne a los acusados políticos. Pero no lo tengo tan claro con los Jordis. Es sedición (artículo 544, con pena de 10 a 15 años) alzarse pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza, la aplicación de las leyes o a cualquier autoridad o funcionario el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de las resoluciones judiciales ¿Y qué hicieron los Jordis el 20-S ante la Conselleria d’Economia mientras la comisión judicial estaba dentro? ¿Se alzaron con ese objetivo o, por el contrario, intentaron rebajar el soufflé de los concentrados? Esa es la cuestión, y probablemente uno de los puntos más controvertidos del juicio. Juzguen Vds. mismos.
Que hubo delito de desobediencia (art. 410, pena de multa e inhabilitación) parece de libro, pues entre el 6 de septiembre y el 27 de octubre de 2017 los acusados políticos incumplieron de manera reiterada las resoluciones del Tribunal Constitucional. Y este delito, de carácter casi objetivo, está demostrado, con la firma incluso de los acusados en el requerimiento. Pudo haber también delito de malversación de caudales públicos (art. 432, con pena de 4 a 8 años de prisión e inhabilitación hasta 20 años), si se demuestra que el referéndum del 1-0 se pagó con dineros públicos. Pero la carga de la prueba recae sobre las acusaciones, pues los acusados gozan de la presunción de inocencia.
En esta encrucijada, ¿por qué bloque se decantará el Tribunal Supremo? ¿Rebelión-sedición o desobediencia-malversación? Esa es la madre del cordero. Si prioriza el escarmiento ejemplar, condenará por los delitos más graves. Aunque mi pronóstico es que condenará solo por desobediencia y malversación. Por ser la decisión más acorde con la ley, por propio prestigio del tribunal, y porque habrá muchas miradas sobre él, entre ellas la de Estrasburgo.
Y este último es el camino procesal que se debió seguir desde el principio, como se hizo con los exconsellers Santi Vila y Carles Mundó, que solo están acusados de desobediencia y malversación, dos delitos con un margen punitivo no desdeñable. Además, con una sentencia de esta naturaleza el horizonte de libertad de los presos podría no estar muy lejano, lo que generaría, probablemente, un escenario más calmado, propicio para dialogar y encontrar, de una vez por todas, una solución política al embrollo en el que estamos metidos.
Si el procés ha sido el paso hacia atrás en la evolución moderna de Catalunya, no emulemos de nuevo al cangrejo. Caminemos hacia adelante.
Paco Zapater és advocat
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