Cuando por todo el mundo global suenan de nuevo tambores tribales reclamando un recreado idílico retorno a órdenes tradicionales perdidos, celebrar el 40 aniversario de nuestra Constitución debería, cuanto menos, provocarnos un gesto de tranquila satisfacción. Nuestro periodo más largo de convivencia -o conllevanza- sin enfrentamientos civiles, sin asonadas, sin gloriosos golpes de estado, sin cruzadas, sin más derramamiento de sangre que el de los intentos desestabilizadores, parece que definitivamente superados, de terrorismos extremos.
Sin embargo, nuestra Constitución quizás nació prematuramente envejecida. Incipientemente cuestionada por aquellos que, en vez de ver la virtualidad de un pacto difícil y complejo, -logrado entre posiciones dura y sangrientamente enfrentadas no hacía tantos años-, quisieron ver la posibilidad del regate corto, para avanzar en sus posiciones a menudo más electorales qué materiales, pues la cultura política postfranquista era aun escasamente democrática, escasamente –si me lo permitís- republicana. Nació denostada por una derecha que había asistido ya con poco entusiasmo a su nacimiento, pero que quiso parapetarse detrás de ella para imponer una lectura de la misma restrictiva, cicatera y desconectada de la realidad. Nació utilizada con espíritu recentralizador, para oponer a unos pueblos contra otros, reclamando las entrañas por encima de la razón. Pronta fue la llamada a su ruptura por quiénes la miraban cómo incapaz de dar solución a las pretensiones de identidades diferenciadas. Y ha sido presentada por algunos, como fruto de un vergonzoso pacto de silencios, ajeno a la voluntad mayoritaria de la ciudadanía.
Sin embargo las jugadas a corto, no han logrado debilitar la virtualidad que ha tenido para establecer las reglas de juego que han permitido el periodo de convivencia democrática y en libertad, pacífico, más largo de toda nuestra historia política moderna y contemporánea. Cuando algunos han alzado su voz afirmando que estábamos igual que en el franquismo, o peor que en Turquía, no escuchaban la voz de nuestros mayores que veían en la Constitución el final real de tantas humillaciones, silencios, perversiones, represión, tortura, arbitrariedad y miedo. Decía Gil de Biedma, y me gusta recordarlo, que entre todas las historias de la Historia, la más triste es la de España, porque acaba mal. Pues bien, el denostado espíritu de la transición, puso fin, parece ser que de manera bastante larga y esperemos que definitiva, al dramático destino, -que como la pertinaz sequía-, en el que colectivamente habíamos claudicado.
Pienso que convertir la Constitución en un catecismo sagrado e intocable es tan contrario a su espíritu cómo el intentar derogarla sin atender ni a las mayorías, ni a los procedimientos previstos para ello; anteponer el plebiscito espontáneo a las reglas democráticas y los procedimientos pactados es tan profundamente contrario al espíritu democrático, cómo pensar que una mayoría, coyuntural -como todas-, está por encima de las reglas de juego y el respeto a las minorías. No en vano recordaba Alexis Tocqueville que en una democracia, más importante que el gobierno de la mayoría es el respeto de las minorías.
Cuando los unos y los otros, -quizás deberíamos escribir ambos con h: los Hunos y los Hotros-, han visto la rentabilidad electoral de agitar las pasiones, con escaso realismo, pero con gran algarabía mediática; cuándo los indefinidos y etéreos futuribles se han impuesto a la construcción dialogada y constante de lo concreto; … cuanto menos, creo, es bueno pararse, mirar de contener las emociones, las rabias y los maximalismos que abanderamos demasiado a menudo al despertar con las primeras tertulias radio-televisivas, e intentar reflexionar un rato con la pausada, compleja, y a menudo menos atractiva voz de la razón.
El reaparecido debate sobre la República nos puede servir como buena excusa. Efectivamente, saliendo de una dura crisis económica y escuchando los primeros voceros que anuncian nuevas oleadas, después de haber dejado algunos derechos básicos y algunas concreciones sociales que considerábamos hasta hace poco irrenunciables; en un momento de crisis de credibilidad de instituciones tan básicas en una democracia como lo es el poder judicial; cuando hemos establecido en el imaginario de muchas personas la contradicción entre lo que quiere la calle y lo que hacen las instituciones; cuando los populismos acechan desde diferentes esquinas la construcción europea, y las contradicciones de un mundo que ha globalizado las posibilidades de grandes beneficios multinacionales antes que la democracia y los derechos; cuando el panorama es tan complejo y los retos tan elevados…. es cuanto menos curioso, y sin duda sintomático, que cobre tanta fuerza el debate sobre la forma política del Estado reducida a monarquía o República.
La simplificación de los debates ayuda a vaciar de contenido aquellas palabras que simbolizan imaginarios colectivos a los que no podemos renunciar, y hacer posible que todo cambie para que siga igual. Podemos plantearnos cambiar la Constitución para eliminar la monarquía, pero si nos ponemos a modificar la Constitución, y muchos estaríamos de acuerdo en que alguna falta le hace, no estoy seguro que tengamos que reducirnos a una tarea tampoco efectiva. Nuestra convivencia real, nuestros derechos y libertades, las garantías, y la exigencia de políticas poco tienen que ver, por suerte, con la monarquía. Jugando a corto, algunos, en su intento de cuánto peor mejor para deslegitimar el Estado, podrán pensar que todo vale, porque la idea de una monarquía sin rey, ya les conviene sí en el regate a corto aparecen algunos votos con los que seguir igual.
Muchos de los que siempre hemos sido republicanos compartimos estos días una cierta estupefacción y recordamos ese triple “no es esto, no es esto, no es esto” de Ortega y Gasset. Y es que efectivamente, no es esto: nuestra cultura política adolece profundamente de republicanismo, o lo que es lo mismo, adolece de compromiso con la construcción de un espacio público plural, abierto y profundamente democrático. La simple pretensión de que un voto más, en un improvisado procedimiento refrendario, se puede imponer a corto por encima de un consenso continuado sobre reglas de juego pactadas, es la mejor muestra de nuestra poca cultura republicana.
La República, el republicanismo tiene que ver con otros temas dónde nada o poco importan los reyes. Tiene que ver con el ejercicio real de la democracia, con el activismo en las asociaciones de de madres y padres, con la lucha contra la exclusión escolar y los dobles circuitos público-concertados, tiene que ver con una sanidad universal por encima de los recortes y de los negocios, tiene que ver con el ejercicio de la democracia a nivel local, con las asociaciones de barrios, con el compromiso en las luchas sindicales, con velar por la pluralidad permanente del espacio público, con el respeto a las ideas con las que no estamos de acuerdo, con la pluralidad en los medios de comunicación, con elevar el nivel cultural, con más y mejor presencia de creaciones artísticas, con cantautores y poetas pero también con intelectuales independientes y mejores universidades, tiene que ver con más realidades autogestionadas y menos con pesebres subvencionados, con más laicidad y menos cruces y velos en el espacio público, con jueces y fiscales que no son de partido, con una función pública motivada, ilusionada y comprometida, y con protestas que no sé programan teniendo en cuenta el calendario de la Liga de Fútbol. Tiene que ver con elevar el nivel de la educación, con más humanidades y más filosofía, con más literatura, tiene que ver con menos miedo y más riesgo, con más ciudadanía y menos vasallaje, con más disidencia a los tuyos y más proximidad empática con los otros…
Hay, estoy convencido, en nuestra Constitución, sin necesidad de tocar ni una coma, muchas posibilidades todavía inexploradas de republicanismo. Pretender que uno de los debates trascendentales en el que debemos empeñar nuestros esfuerzos es el de la corona, con la que nos está cayendo, significa que hay muy poca cultura republicana, muy poco republicanismo, y mucha jugada a corto. Y en mi experiencia, jugar a corto puede crearte la ilusión de que estás en racha y vas ganando, pero al final, como en el casino, siempre gana la banca. La necesaria profundización democrática que tanto precisamos, y el establecimiento real de una cultura ciudadana republicana, necesitan más reflexión, más intercambio de ideas y más debate serio, y menos banderas, eslóganes y algarabías. Cuando la postmoderna internacional populista-comunitarista abre nuevas sucursales en nuestro país, con el aplauso entusiasta de los Le Pen, los Putin y los Trumps, quizás es necesario que empecemos hablar de verdad de cosas serias, para poder pensar en repetir 40 años más de democracia y convivencia, de pluralidad y de libertades; y con una constitución renovada desde el consenso complejo entre nuestras republicanas diferencias.
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