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Nació fruto de un amplio consenso que llenó de ilusiones y de compromisos a toda una generación de la mano de Adolfo Suarez. Era la piedra, última y primera, del edificio de la transición. Con ella, se reconciliaban formalmente las dos Españas machadianas que habían vivido un cruento enfrentamiento civil, pero había mucho más: La Constitución del 78 devenía en espacio común donde la pluralidad política podía convivir y competir sin romper; articulaba un consenso territorial de la unidad en la diversidad – la España nación de naciones-; construía un espacio social basado en la igualdad de oportunidades, los derechos sociales, la libertad sindical y la negociación colectiva; definía un compromiso con la modernidad y con las entonces Comunidades Europeas que nos sacara del Spain is different tradicional; y finalmente suponía un compromiso generacional entre los padres de la inmigración, el pluriempleo y el miedo y la creatividad desbordante de la juventud ajoblanquesca. Un edificio complejo, fruto de un momento complejo…del cansancio gris y polvoriento del tardofranquismo, la sociedad quería pasar a la normalidad multicolor de una Europa abierta. El país quería dejar de estar dirigido “con la disciplina del cuartel y la moral del convento” y hasta en muchas iglesias taranconianas se pedía libertad(es).
En Cataluña, las clases populares, en gran parte inmigradas, cambiaron sus eslóganes de lucha obrera vecinal y sindical por la síntesis trinitaria de “llibertat, amnistia i estatut d’autonomia” que les proponían melenudos estudiantes universitarios, hijos de las clases medías autóctonas, que agrupados en una sopa de letras y escisiones trosco-albano-maoistas, vivían con ilusión un momento de euforia, donde los grises y la brigada política-social aprendían a disimular. Demasiada ilusión para abandonarla de golpe, para guardarla en baúl de los recuerdos de “Cuéntame como paso,…” con los viejos jerséis de cuello alto, las americanas de pana y la prensa que se supo libre.

Dicen que las flores más hermosas marchitan pronto. La Constitución envejeció deprisa y mal. Envejeció sin llegar a la madurez, por culpa de algunos vicios congénitos propios de su nacimiento complejo, pero sobre todo por la falta de pericia y la codiciosa y torticera interpretación catequista de algunas facciones que nos la secuestraron para leerla literal y rítmicamente a sus sacrosantas madrazas de poder.

Una excesiva protección a los partidos políticos llevo a consolidar aparatos cerrados que se adueñaron de la situación. Instituciones voluntaristamente dibujadas y vitales para un Estado de Derecho fueron copadas por mediocres intereses partidistas con una visión cortoplacista. Y poco a poco todo se fue pervirtiendo: el tribunal constitucional, las altas instancias jurídiccionales, la defensoria del pueblo, la Corona, el sindicalismo, los partidos,…. Poco a poco la ilusión se transformó en rutina, la rutina en dejadez y la dejadez en indignación…

La Constitución necesita hoy una relectura a la altura del momento. No sólo, como simplistamente puede pensarse, para recomponer una “conllevanza” territorial hoy más fracturada que nunca, sino para recuperar la ilusión y el compromiso con lo que es de todos, la pasión republicana por la convivencia libre, la seguridad de la justicia y el Estado de derecho… hoy el viejo texto del 78 nos pide una lectura nueva, lejos del catecismo, abierta, pero clara frente a la corrupción, frente a los grupos de poder que han convertido a los partidos y sindicatos en asociaciones profesionales de interés privado, frente a los que han secuestrado la voluntad popular a golpe de futbol, para recuperar la prensa libre o el periodista libre, con más fueros y menos aforados. Los que más palos pusieron en sus ruedas al nacer se han atrincherado tras un texto ya vacío, porque su espíritu, el alma de la transición esta hoy en las plazas, en las calles, en los cafés y en las miradas. Es la hora de la reforma, o cuanto menos de soñar con “que volverás a mi huerto y a mi higuera y por los altos andamios de las flores pajareará tu alma colmenera. de angelicales ceras y labores”.

Santiago José Castellà